Agencia El Universal|Ciudad de México.- Durante decenios fue un paraíso vacacional, el lugar al que muchos venezolanos acudían para relajarse junto al Caribe y desconectar del bullicio de la ciudad.
Ahora es un hervidero de delincuencia.
Cada fin de semana, una multitud de habitantes de Caracas emprendía rumbo al este por una carretera entonces entre las más transitadas del país en busca de sol y placer.
En Barlovento, una región en el norte de Venezuela salpicada de villas turísticas y playas de ensueño, muchas de las casas en su día lustrosas que ocupaban los turistas están hoy abandonadas.
Fernando Valera, uno de los pocos que compró una casa en la localidad de Río Chico y se resiste a marcharse, explica: «Hay alguna casa que la están vendiendo por 3 mil dólares, pero la mayoría de dueños sencillamente abandonaron las suyas».
La causa: la amenaza del crimen.
Son muchas las propiedades disponibles aquí. La mayoría las venden por muy poco dinero o los propietarios las ceden solo a cambio de que alguien se ocupe de ellas.
Raúl López, que fue secretario de Desarrollo Económico del estado Miranda, que engloba la región de Barlovento, recuerda que «en la buena época, las casas aquí costaban por lo menos 80 mil dólares».
«Ahora supe de alguien que vendía dos casas y una lancha por 30 mil dólares».
Pero, pese a las facilidades, no aparecen los interesados.
Una de las zonas más abandonadas es la de los Canales de Río Chico. Desarrollada en la década de 1970, sus promotores querían emular a algunas de las urbanizaciones exclusivas de Miami y otros lugares costeros de Estados Unidos, en las que los dueños de casas de lujo pueden llegar en lancha directamente hasta su entrada.
Se construyeron cursos de agua, embarcaderos y hasta un campo de golf. El negocio dio pronto resultados.
«En los 80 hubo un auténtico boom en Río Chico de gente que compraba aquí viviendas vacacionales y venía a pasar fines de semana y temporadas de descanso», dice López.
Qué cambió
Pero las cosas empezaron a cambiar dramáticamente a partir de 2013 cuando el gobierno del entonces presidente Hugo Chávez comenzó un proceso de negociación con decenas de bandas criminales para impulsar su desarme y reinserción social.
Lo llamaron Cuadrantes de Paz, territorios en los que, a cambio de que abandonaran la violencia, el Estado dejaría de perseguir a los delincuentes y les entregaría recursos para que fueran económicamente viables sin delinquir.
Barlovento fue uno de esos cuadrantes.
«Esas zonas de paz pronto se convirtieron en un refugio para las bandas y desde Barlovento manejaban sus actividades criminales en Caracas», afirma López.
Para los propietarios de las viviendas comenzó un calvario. «Primero se encontraban con pequeños robos, con que cada vez que llegaban a su casa a pasar el fin de semana se encontraban con que faltaba algo, pero luego la cosa se agravó y empezaron los secuestros».
Sumado al deterioro económico del país, que desde hace varios años vive una crisis económica sin freno que ha empujado a emigrar a millones de venezolanos, y las crecientes dificultades para conseguir gasolina, hizo que muchos renunciaran para siempre a sus escapadas a Barlovento.
«Muchas son buenas casas con piscina y solo el mantenimiento de la piscina ya costaba un buen dinero», subraya López.
Fernando Valera es de los pocos que no se rindió. «Me han robado aquí cinco veces», cuenta.
«La primera vez fueron entre 15 y 20 hombres con armas largas y ropa militar. Salieron del monte, encañonaron a mi mujer y a mis sobrinas, que estaban en la piscina, y a mí me sacaron de la ducha».
Valera recuerda que actuaron con disciplina militar. «Había un líder que nos daba las órdenes y nos trató correctamente. Los demás obedecían; cargaron todo y se lo llevaron».
Otros no fueron tan «profesionales». «En unos de los asaltos estaban muy nerviosos y le colocaron un machete en el cuello a mi mujer».
«Se lo llevaron todo»
Después de tanto robo, su amplia propiedad luce casi vacía. Los enseres indispensables en la cocina; y en la sala, un par de sillones y un viejo reproductor de discos compactos. «No quiero tener nada que llame la atención, porque entonces vienen y se lo llevan todo».
Como otros muchos que vivieron experiencias similares en la zona, su familia no quiere regresar al lugar que él soñaba convertir en el lugar de descanso ideal para ellos.
Fue en 2010 cuando invirtió lo que le pagaron de indemnización al dejar de trabajar como mecánico textil en Caracas para retirarse a un lugar en el que «uno se podía olvidar de todo».
Escuchando el canto de las aves tropicales que revolotean por las palmeras de su jardín, uno podría creerle.
Pero, mientras hablamos, un agente de la Guardia Nacional aparece en moto para recordar que los equipos de grabación no deben permanecer mucho tiempo a la vista. «Esta zona no es muy segura», advierte.
Delincuentes «eliminados»
La presencia policial en la zona de Río Chico se ha incrementado en los últimos tiempos y Fernando dice vivir más tranquilo desde que instalaron un comando de la Guardia Nacional cerca de su casa. Pasan a menudo por allí y están pendientes de él.
Pero algunas de las tácticas policiales han causado polémica y críticas internacionales al gobierno de Nicolás Maduro.
«Las cosas están mejorando porque a muchos de los malandros (delincuentes) que tenían azotada esta zona los han ido eliminando», asegura Fernando.
Dice que pocos días antes de nuestro encuentro, tres supuestos delincuentes fueron abatidos por la Fuerza de Acciones Especiales de la Policía. No es el único en Río Chico que da cuenta de incursiones de los agentes en los escondites boscosos de los delincuentes para acabar con ellos.
La Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha reportado miles de estas «ejecuciones extrajudiciales» en Venezuela en los últimos años.
El gobierno no respondió cuando BBC Mundo pidió información.
«No es que me alegre de que los eliminen, pero al menos espero que haya tranquilidad», dice Valera sobre los delincuentes abatidos.
Ruinas modernas
En el municipio de Río Chico no cuesta encontrar antiguas villas vacacionales reducidas a la ruina.
Algunas eran propiedad de grandes empresas del país que las ofrecían a precios ventajosos a sus empleados, o del Estado, que dejó de ocuparse de su mantenimiento tiempo atrás.
Familias muy pobres han encontrado cobijo en ellas y por sus calles agujereadas pueden verse grupos de niños descalzos que acarrean cubos de agua a merced de los mosquitos del atardecer.
Cerca de allí está Caño Copey, la playa inmensa y desierta en la que pasa los días Carlos Quintana.
Cuenta que en su día sirvió en la escolta personal del fallecido Hugo Chávez. Ahora es el socorrista de una playa a la que casi nunca va nadie.
«Me paso todo el día sentado, viendo el agua, la arena y la brisa».
Los folletos turísticos que sobreviven en la red describen Caño Copey como «un lugar donde contará con los servicios turísticos necesarios para pasar un tranquilo día de playa».
También en la red hay videos que muestran a vista de pájaro las casas con piscina, las playas y la red de canales que recorre la zona.
Ninguna de esas imágenes idílicas coincide con las escenas a las que está acostumbrado el socorrista.
«Una vez vi cómo asaltaban a punta de cuchillo a unos turistas que acababan de llegar a la playa. Quise intervenir, pero podía haber salido lastimado».
Sin visitantes urbanos a los que extorsionar o asaltar, ahora son los productores de cacao de la zona los que tienen que pagar a las bandas que han hecho de Barlovento su fortín.
Quienes se quedaron aquí han tenido que adaptarse a la desaparición del turismo, que hizo aún más duro el impacto de la crisis económica.
Quintana, por ejemplo, alimenta a sus dos hijos con los plátanos que crecen en su jardín y las sardinas que logra pescar en este solitario litoral porque su salario no le alcanza más que para unos paquetes de arroz.
Añora el tiempo en que las cosas eran diferentes.
«En carnavales o en fin de semana venían montones de turistas y había mucho movimiento en torno a las quintas de la playa», explica, mientras señala con el dedo lo que queda de las casas bajas junto al mar.
Quintana me guía hasta una de ellas. Queda poco más que la fachada y el suelo, pero su ubicación privilegiada a pocos metros de donde rompen las olas y sus generosas dimensiones dan idea de su esplendor pasado.
«Los dueños solían subir al techo al final del día para ver el atardecer y compartir unos tragos mientras escuchaban música», recuerda.
Cuando dejaron de venir, aparecieron los saqueadores. «Se llevaron los inodoros, las puertas, las ventanas, todo…»
Y pudo haber sido peor. «En cuanto aparece alguien que tiene aspecto de llevar una vida normal, lo asaltan o lo secuestran y le obligan a pagar una extorsión».
«¿Así quién va a querer una casa aquí?», se pregunta Quintana.